Cariño, ve al corral y recoge los huevos
que hayan puesto las gallinas. Este era el trabajo que mi madre me tenía
preparado, cuando a las seis de la tarde salía de la escuela.
Me encantaba
cumplir el encargo de mi madre. A veces me acompañaba mi prima Andrea. Teníamos
un pajar al que había que escalar para encontrar el nido donde las gallinas
ponían los huevos. Era divertido para las dos, buscar el lugar donde las
gallinas más cuidadosas de su intimidad habían puesto el huevo.
Otras veces ayudaba a mi
madre en el cuidado de la gallina clueca.
Pues tenía que sacarla del nido para que comiera. -Es tan grande la dedicación
de estas aves a la incubación que ni siquiera dejan el nido para salir a comer-.
Mi madre con gran cuidado sacaba la gallina para que comiera y si esta se
negaba a comer, mi madre le abría el pico y le introducía la comida.
Esperaba con ilusión a que los pollitos nacieran
para ver como seguían a su madre.
Cuando esta presentía un
peligro. Avisaba con un Cacareo a sus pequeñajos y estos con presteza y
confiados se resguardaban debajo de las alas de su cuidadosa mamá.
Me gustaba ir al corral y ver como las gallinas cacareando picoteaban el suelo sin parar. Y el gallo al que le tenía un miedo
atroz -Si veía que me miraba o se acercaba a mí, salía corriendo. En mi inocencia creía que como ayudaba a mi
madre cuando sacrificábamos a una gallina, para
comerla en pepitoria, o hacer caldo.
El gallo me tenía reparo. Creía que me iba a comer
a picotazos. A veces me despertaba huyendo de él. Pero ni por esas dejaba de ir
al gallinero. Unas veces a recoger los huevos y otras a echar de comer a las
gallinas. Eso sí, con una vara en la mano por si veía acercarse a mi enemigo.
Sale el sol
canta el gallo
del gallinero
del gallinero
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